Me acuerdo muy bien cómo mi profesor de enseñanza media decía que «la vida en último término no era más que una combustión, un proceso de oxidación», ante lo cual yo – tenía entonces sólo 13 años– me levanté de un salto y le arrojé en la cara la siguiente pregunta: «Si es así, entonces ¿qué sentido tiene la vida?» (Viktor Frankl. La voluntad de sentido).

Retomo este blog para acordarme de Viktor Frankl. Parece que el sufrimiento, cuanto más cerca resuena, mayor efecto tiene en nosotros. Sin embargo, cuando se oye de lejos, en los lugares remotos en los que nunca hemos estado y sólo conocemos por periodistas y contadores de historias, se nos antoja más bien como el relato exagerado de un aventurero o las leyendas de un viejo marino que intentara impresionarnos.
Hoy el mundo es más pequeño que nunca. Por eso no tenemos que esperar a que lleguen las caravanas del lejano Oriente para traernos noticias. Nos llega, por así decirlo, el eco de muchas gentes y de muchas partes (el oeste, el este, el norte, el sur). Todo al mismo tiempo, como en una historia macabra. Podemos oler, palpar, incluso sentir el aliento del otro en el cuello a través de la imagen. Y aún con todo, esa pantalla de cristal infranqueable siempre nos hace permanecer de algún modo ajenos, como si hubiera un muro entre los demás y nosotros que no podemos evitar.
Hasta que la pantalla se rompe y se vuelve añicos. Hasta que nos encontramos en medio de lo inusitado. Hasta que las fuerzas de lo invisible atraviesan el cristal y empiezan a estrangularnos lentamente, repitiendo: «Aquí estoy, no me he ido». En nuestro amado Occidente, de vez en cuando, se desata lo imprevisible. Distinguimos de pronto las costuras de la civilización; la fragilidad de nuestra calma; los temblores de nuestra pax americana. El caos que debilitó a las legiones romanas y convirtió a Roma en una ciudad en decadencia. El derrumbe que azotó a Europa con la peste en la Edad Media, sumiéndola en la oscuridad y el silencio.
Nada es ya como aquello. Acaso, nuestras cuitas de hoy son tan sólo una milésima parte de aquel tiempo en el que la gente moría a los treinta o los cuarenta por cualquier enfermedad ya doblegada. Ya no se lanzan los ejércitos, hombre contra hombre, ni ruedan las cabezas en un riachuelo de sangre, o se matan mujeres y niños a filo de espada. No aquí. No, al menos, en la comodidad de nuestro amado Occidente, donde hemos interrumpido la historia para contemplarlo todo desde un sofá, como una historia de ficción, en un tiempo muerto interminable.
Pero nosotros también, de algún modo, despertamos del sueño. Volvemos a sufrir, volvemos a sangrar, volvemos a estar vivos. Y resurgiremos. Como resurgió aquel neurólogo y psiquiatra austriaco de origen judío. Ese hombre que sobrevivió a cuatro campos de concentración, incluyendo el fatídico Auschwitz, y vivió para contarlo. Para explicarnos lo que ocurre cuando el hombre se convierte en nada y sólo queda el sedimento de sus porqués. La savia de sus anhelos más profundos. Su autenticidad innata, desprovista de todo ropaje.
Una de sus principales obras, y que ahora tengo en mis manos, se llama «El hombre en busca de sentido«. No nos mueve la voluntad de poder, ni la sexualidad, ni la lucha de clases. La razón de nuestra vida es la necesidad de sentido. ¿Qué sentido tiene todo esto? Cuando se tambalean los cimientos de la vida, cuando vivimos nuestra «noche oscura del alma», sólo ahí queda, claramente visible, el soporte de nuestro significado.
¡Significado! Posiblemente no haya una necesidad tan profunda en nosotros. Porque cuando el reloj se para, y nuestras costumbres cambian, cuando nos sacan de la rueda de la vida con un pequeño apretón de manos, entonces es cuando te das cuenta de que vivías inmerso en un extraño sueño. Contemplas los rostros de los demás, tratas de hacer algo con tu vida, pero te das cuenta de que sólo estás, en el fondo, haciendo tiempo hasta la muerte. Pasando el rato.
Todo lo urgente pasa a convertirse en superfluo. Todo lo que era sustancial, imprescindible, se torna innecesario. Un vacío inmenso nos deja escuchar un vasto eco enrevesado, que se parece demasiado al silencio de un sepulcro. Escuchamos, como en el jardín del Edén, la voz de Dios paseándose en medio del huerto. «Hombre, ¿dónde estás tú?». Y el hombre menciona, por primera vez en la historia humana, esa palabra que nos ha acompañado desde entonces. «Tuve miedo».
 
				
 
 